Vuelvo con la serie de mis anécdotas en el fútbol base almeriense, esta vez para relatar la tercera parte de la serie: la caída en picado del club y el renacimiento de sus cenizas.
Como había contado anteriormente, nuestro entrenador estaba, cada vez más, perdiendo el respeto de la plantilla y su única forma de ganarlo era la de utilizar la estrategia del malo de la clase: hacer bullying al más débil de los jugadores. Su táctica no era mala a corto plazo, hacía que la atención de la mayoría de la platilla se centrase en hacer gracias y pasarse con el pobre Marcos, el pobre chaval con una paleta de plata del que todos se reían. Pero a largo plazo aquello era un despropósito sin sentido. Si perdíamos por 5-0 en el siguiente entrenamiento teníamos que correr cinco vueltas más, si uno hacía el tonto y era expulsado corría otras cuantas más, Marcos corría las mismas más diez adicionales cada día. En un equipo de adolescentes con pocas expectativas aquello era depresivo.
Tras varias derrotas seguidas cualquiera diría que entrenábamos para una maratón en vez de para jugar al fútbol. Los partidos eran un repaso tras otro en los que muchas veces terminábamos insultándonos entre nosotros, y evidentemente, sobretodo con el pobre chaval de siempre. Si un día marcaba un gol (era delantero centro) y corría al banquillo a celebrarlo, en vez de arroparlo, lo acribillaban a morrillazos. Si el portero de nuestro equipo sacaba el balón al lateral y este se creía Maradona regateando a cuatro jugadores en nuestro campo para después pasarla a Marcos, el cual estaba en fuera de juego, las culpas eran para el delantero. Si en mitad del partido el entrenador lo mandaba a la ducha, siempre había alguien que echaba la llave para que se quedara encerrado en el vestuario toda la segunda parte, mientras el utillero del quipo contrario preguntaba que quién estaba aporreando la puerta y alguno contestaba que era la mascota del equipo, que no había de que preocuparse.
La derrota definitiva llegó el día que jugábamos contra El Alquián. Justo cuando íbamos perdiendo 0-3 robé un balón en el área metiendo el cuerpo y el árbitro pitó penalti, un poco riguroso creo yo. Uno de los jugadores del otro equipo sacó fuera la pelota para perder algo de tiempo. Aquello no le gustó a la grada (aquel día estaba llena, unas 40-50 personas, la mayoría chavales conocidos del barrio). El mismo que había sacado la pelota fue a por ella y se encontró con dos que habían bajado de la grada que no dudaron en pegarle. La "tangana" que se formó fue bestial. Varios de la grada bajaron, otros tantos de mi equipo también fueron para allá, se vieron patadas, puñetazos, alguna que otra piedra, el árbitro salió corriendo y se puso a apuntar números en su libreta. Aquel día era el primer partido en el que el presidente de nuestro equipo había venido a vernos. El partido evidentemente se suspendió y en el vestuario tuvimos una charla que iba a marcar el destino del equipo. El presidente entró y nos dijo que un equipo tan ilustre que representaba a Almería (no se lo creía ni él) no se podía permitir esas conductas, así que todos los que habían participado en la pelea iban a ser expulsados del equipo inmediatamente, además el entrenador que al principio trabajaba de tarde ahora había cambiado su turno de trabajo, o se había quedado en paro, no quedaba claro y ahora iba a volver a entrenarnos, como en Trainspotting habíamos tocado fondo.
Algo se habló en la cúpula del club, yo como jugador no se exactamente el qué, pero a partir de aquello el equipo cambió. El nuevo entrenador era el Amarillas, hijo de un antiguo jugador de la selección de Perú que finalmente resultó tener más idea y mejor trato. Con él conseguimos la primera victoria y tras varios partidos parecía que íbamos a repetir aquella vuelta mágica del Extremadura con el Mono Montoya, además a partir de entonces me hicieron capitán del equipo.
Jugamos contra el Huércal, un equipo que recordaba a aquellos de Benji y Oliver porque tenían a un delantero que pesaba el doble que yo y me sacaba media cabeza (yo era un palo de 1.80 y 63 kilos). Aquel "hombre" tenía más barba que todo mi equipo junto pero su ficha decía que tenía quince años. El tío corría con la pelota en línea recta con dirección a nuestra portería mientras los pocos compañeros que se atrevían a ponerse en medio salían volando uno tras otro. Yo como último central o libre también sufrí la furia del barbudo de Huércal el cual no tenía otra que tirar a puerta solo contra el portero. Nos cayeron dos goles pero finalmente remontamos 2-3 y nos llevamos el partido. Teníamos algún que otro fiera como el "Tate" capaz de marcar cinco goles contra el Pavía C después de ser picado por una avispa y tener una reacción alérgica que le dejó el pómulo como un tomate.
Crecimos como equipo y ganamos mucha confianza, pero no todo estaba con nosotros. En el próximo capítulo hablaré sobre antideportividad y fútbol, la realidad del fútbol base.
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