Jugar al fúbol, hablar de fútbol

Todos los que hemos jugado al fútbol cuando éramos pequeños (los que sigan jugando, les seguirá pasando), sabemos que en nuestra cabeza el partido consta de tres fases. La primera es antes de jugar; en ella imaginamos lo que vamos a hacer. Esta primera fase es con diferencia la que tiene más calidad pues en ella prácticamente no hay errores. Nos imaginamos regateando a dos rivales antes de dar una asistencia primorosa, también embocando a gol un pase casi imposible de manera primorosa o haciendo una parada acrobática ante un potente delantero rival.

Por supuesto luego está la llamada realidad, en ella los regates no nos salen como nosotros queremos, los tiros se nos van desviados y el balón se escurre entre nuestros dedos antes de entrar en nuestra portería. Por último, claro, están nuestras reflexiones después del partido. Son los consabidos "¿cómo pude fallar?" y "pero que bien lo hice en esa jugada". Para los que no hemos jugado más que a nivel amateur un partido se acaba ahí, después ya solo queda comentar lo mejor de la última pachanga con los amigos mientras nos echamos una cerveza en el bar del barrio antes de que todo se olvide para siempre y poder empezar de nuevo en el siguiente partido entre colegas.

A nivel profesional la cosa es muy diferente. No me cabe duda que los jugadores de élite también pasan por las mismas tres fases mentales en cada encuentro, pero no es lo mismo. Y no es lo mismo porque a ellos los ven millones de personas, y además sus partidos cuentan con el altavoz mediático que supone la prensa deportiva. Y estos, tanto prensa como aficionados, aunque estén presenciando la segunda de las fases, solo viven viven realmente las otras dos. Antes del partido esperan lo mejor de su equipo, y mientras lo están viendo solo pueden relacionarse con lo que ven en pasado, es decir: "lo ha hecho muy bien", "no tendría que haber hecho el segundo recorte", "tendría que haber tirado al segundo palo"...

Sin lugar a dudas esto tiene que doler para los futbolistas profesionales. Tiene que doler para Granero leer que no fue capaz de darle brío al equipo o a Lass que no es digno del centro del campo del Real Madrid. Al igual que le tuvo que doler a Xavi las criticas desde la prensa de Barcelona cuando el equipo no iba bien. Porque es inevitable que los observadores, que no estaban en el campo, digan como tendrían que haber sido las cosas y como se ha equivocado cada uno, pero ninguno estaba abajo en el césped tratando de que el resultado imaginado y las reflexiones post partido fueran análogas, una misma cosa. En la mayoría de los casos ellos lo hacen lo mejor que pueden y si las cosas al final no resultan como se esperaban... ahí está el sentido común (esa cosa tan rara) para saber analizar cada situación. 

Una cosa es la desmadejada selección de Francia en el último mundial, o el pusilánime Madrid post-galáctico, pero otra es cuando hay unos profesionales dando lo mejor de sí. Y a veces somos injustos al dejar de lado el factor suerte en nuestras diatrivas de bar. Porque injusto fue cargar contra Higuaín el año pasado por mandarla al palo en la vueltas de octavos contra el Lyon o contra Julio Salinas cuando falló contra el portero italiano en USA 94. No se puede sentenciar a un futbolista por dos centímetros. La valía de un profesional mide mucho más que eso, y no cabe duda que ellos habrían querido hacer realidad nuestros sueños.

En definitiva, para que las mencionadas tres fases se acerquen, solo hacen falta a su vez otras tres cosas que a veces les negamos a nuestros clubes: tiempo, trabajo y confianza (y suerte, pero eso es tan importante que no cuenta). Para esto debemos no cargar tanto las tintas contra jugadores y entrenadores, ya que como acertadamente apuntó Carlin en su último artículo,  "los españoles son muy exigentes con los entrenadores de sus equipos de fútbol, mucho más que consigo mismos". Yo añadiría que también son demasiado exigentes con respecto a sus jugadores. Ellos son profesionales e intentan hacerlo lo mejor posible, no se puede dudar de eso en la misma medida en la que no se puede dudar de ellos si la realidad que finalmente nos brindaron no acabó siendo como el sueño que competíamos en común. Porque cuando hay dos, solo puede ganar uno.

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